La arquitectura del mito: Joseph Campbell analiza una impactante leyenda de los indios sioux

Joseph Campbell (1904-1990) se dedicó desde muy joven a investigar la importancia de los mitos en el comportamiento individual y colectivo del hombre. Descubrió, haciendo un detallado estudio histórico de varias mitologías y religiones en el mundo, que existen temas comunes a todas ellas. En este fragmento de su libro El vuelo del ganso salvaje, comparte una leyenda sioux extrayendo interesantes y sugerentes lecturas, relaciones e interpretaciones.

Si un arquitecto visitara los edificios de la ciudad de Nueva York y dijera que la mayor parte de las construcciones más antiguas están hechas de ladrillo y, luego, frente a las ruinas de la antigua Mesopotamia, afirmase que todos los edificios estaban construidos de ladrillo y, finalmente, en una visita a Sri Lanka, concluyese que la mayoría de los antiguos templos también estaban hechos de ladrillo, ¿extraeríamos de ello la conclusión de que esa persona tiene buen ojo para la arquitectura? Es cierto que los ladrillos aparecen en todas las partes del mundo, pero no lo es menos que un estudio más detenido revela diferencias importantes entre los ladrillos procedentes de Sri Lanka, los ladrillos manufacturados en la antigua Sumeria, los ladrillos utilizados, por ejemplo, por los romanos en los acueductos que todavía pueden contemplarse en el sur de Francia y los ladrillos de la ciudad de Nueva York. Todas estas consideraciones sobre los ladrillos, sin embargo, no agotan, ni mucho menos, lo que quisiéramos saber acerca de las ciudades del mundo.

Permítaseme ahora sugerir la existencia de un problema semejante en la arquitectura del mito.

Hace ya mucho tiempo que cierto día, a primera hora de la mañana, dos sioux, armados con arcos y flechas, se hallaban sobre una colina, oteando el horizonte en busca de caza cuando advirtieron algo extraño en la distancia. A medida que el objeto misterioso fue acercándose se percataron de que se trataba de una mujer muy hermosa, ataviada con una piel de cuero de ante blanco y portando un fardo sobre su espalda. Uno de los hombres sintió inmediatamente un deseo irreprimible y se lo contó a su compañero, pero este le reprendió advirtiéndole que, seguramente, no se trataba de una mujer ordinaria. Cuando la misteriosa mujer llegó a su altura, dejó caer el fardo y llamó a uno de ellos y, en el mismo momento en que el hombre llegó a su lado, ambos quedaron envueltos súbitamente por una nube, y, cuando esta se disipó, solo quedó la mujer con el esqueleto del hombre a sus pies, que había sido devorado por terribles serpientes. «No olvides nunca lo que acabas de ver –dijo entonces la mujer–. Ahora dirígete a tu pueblo y dispón una gran tienda ceremonial para recibirme. Debo anunciaros algo de suma importancia».

El hombre regresó entonces apresuradamente a su campamento y el jefe, llamado Cuerno Hueco, deshizo varios tipis, los unió y construyó una gran tienda ceremonial. La tienda –que es, en sí, una imagen del universo– tenía veintiocho postes, de los cuales el central –el soporte principal– era semejante al Gran Espíritu, Wakan Tanka, el sustentador del universo, mientras que todos los demás representaban aspectos diferentes de la creación.

«Si hacemos cuatro grupos de siete –decía Alce Negro, el narrador de esta leyenda–, obtendremos la cifra de veintiocho. Ese es el número de días que vive la luna y el número de días que tienen nuestros meses. Cada día del mes representa algo sagrado para nosotros: dos días se hallan dedicados al Gran Espíritu, otros dos a la Madre Tierra, cuatro a los cuatro vientos, uno al águila manchada, uno al sol y otro a la luna, uno a la estrella de la mañana, cuatro a las cuatro estaciones, siete a los siete ritos más importantes, uno al búfalo, uno al fuego, otro al agua, otro a la roca y, finalmente, otro a los seres bípedos. Si sumamos todos estos días obtendremos la cifra de veintiocho, y debes saber, además, que el búfalo tiene veintiocho costillas y que también por eso nuestros penachos de guerra están habitualmente adornados con veintiocho plumas. Como puede verse, todo tiene un significado y es bueno que los hombres conozcan y no olviden este tipo de cosas».[1]

Así hablaba el anciano sacerdote de los sioux oglala al joven erudito Joseph Epes Brown, que había viajado expresamente hasta la reserva de Pine Ridge (al sur de Dakota) para adquirir un conocimiento de primera mano de la dimensión trascendente de la mitología nativa americana (representada por la imagen del hombre devorado por las serpientes): «Quien se halla a merced de los sentidos y las cosas mundanas no solo vive en la ignorancia, sino que acaba siendo consumido por las serpientes de sus propias pasiones».[2]

Vínculos entre leyendas

Esta imagen india nos recuerda la leyenda griega del cazador Acteón, quien, persiguiendo a una presa, remontó la corriente de un río hasta su nacimiento, en donde descubrió a la diosa Artemisa, que estaba bañándose completamente desnuda en un estanque. Cuando la diosa se percató de que el hombre estaba espiándola de modo lascivo, lo transformó en un ciervo que fue entonces perseguido, despedazado y devorado por su propia jauría de perros.[3] Pero no solo se trata de que ambas leyendas sean equiparables, sino que la interpretación personal del viejo sacerdote sioux concuerda plenamente con el significado del mito griego. Asimismo, la interpretación del simbolismo de la tienda ceremonial evoca también ciertos temas que nos resultan muy familiares, de modo que no podemos sino preguntarnos cuál es el significado de todas esas similitudes.

Cuando el pueblo de la leyenda relatada por Alce Negro hubo construido la gran tienda ceremonial –el correlato simbólico del universo–, se reunieron excitadamente en su interior, preguntándose quién podría ser aquella enigmática mujer y qué sería lo que tenía que decirles. De pronto, la mujer apareció en la puerta que daba al este y dio una vuelta –siguiendo el curso del sol– en torno al poste central (sur, oeste, norte y nuevamente el este). «¿Acaso no es el sur –se preguntaba el viejo narrador– la fuente de la vida? ¿Y acaso el hombre no camina desde ese punto hasta llegar al crepúsculo de su existencia? Y si vive lo suficiente, ¿no arriba finalmente a la fuente de la luz y la comprensión, que reside en el este? ¿No retorna el hombre, así, al lugar donde comenzara, a una segunda infancia, para dar su vida a la vida y su carne a la tierra de donde procede? Cuanto más reflexionemos sobre esto, más sentido le encontraremos».[4]

Este resuelto y casi ciego anciano, nativo de la tierra americana, había nacido alrededor de 1860, se había curtido en su juventud luchando en las batallas de Little Big Horn y Wounded Knee, conoció a los jefes Toro Sentado, Caballo Loco, Nube Roja y Caballo Americano, y en la época en que contó esta leyenda (invierno de 1947‐1948), era el custodio de la Pipa Sagrada, un talismán que le había transmitido, junto a las leyendas, Cabeza de Alce, el anterior custodio, profetizándole que, mientras la pipa fuera usada y la leyenda recordada, los sioux oglala seguirían vivos, pero que en el mismo momento en que fuera olvidada, perderían su centro y acabarían pereciendo.[5]

La pipa y su leyenda parecen proceder de una época indefinida que se pierde en la noche de los tiempos, pero considerando el asunto con más detenimiento, llegaremos a la conclusión de que su origen no podía remontarse más de doscientos años. Los sioux oglala emigraron a las praderas y se convirtieron en cazadores de búfalos a finales del siglo XVII (alrededor del año 1680). Anteriormente eran un pueblo que habitaba en los bosques enclavados en el alto Mississippi, una región de lagos y pantanos por la que se desplazaban utilizando canoas de madera de abedul.[6] Y, sin embargo, aunque jamás hubiéramos oído hablar de la Pipa Sagrada de los sioux oglala, ni tampoco nos hubiéramos detenido a contar las costillas del búfalo, todos los elementos de este mito nos resultarían extrañamente familiares, como si reconociéramos los ladrillos, por así decirlo, aunque el modo en que hubieran sido dispuestos nos resultase novedoso.

La tienda ceremonial es equiparable a un templo orientado hacia las cuatro direcciones del espacio y el poste central representa el eje del mundo. «Aquí hemos establecido el centro de la tierra –explicaba el viejo chamán, ya casi ciego, a su atento interlocutor– y su centro, que en realidad se halla en todos lados, es el lugar donde mora Wakan Tanka».[7]

La imagen del «centro» que se halla «en todas partes» constituye una réplica exacta del tratado hermético del siglo XII –conocido con el nombre de Libro de los veinticuatro filósofos– del que Nicolás de Cusa y otros muchos destacados pensadores europeos –como Alan de Lille, Rabelais, Giordano Bruno, Pascal y Voltaire, por ejemplo– extrajeron su definición de Dios como «una esfera inteligible cuyo centro se halla en todas partes y su circunferencia en ninguna».[8]

Resulta sorprendente, ciertamente, escuchar el eco de este enunciado metafísico en los labios de un viejo sioux analfabeto que vivía sus últimos días como guardián de un fetiche amerindio y de su mito.

¿A qué conclusión apuntan todas estas coincidencias? ¿De dónde proceden estos temas atemporales y aespaciales?

¿Debemos unir nuestra voz a la de quienes hablan de una Gran Filosofía Perenne que, desde tiempo inmemorial, constituye la única, eterna y auténtica sabiduría de la especie humana, revelada de algún modo desde lo alto? ¿Cómo arribó, entonces, dicha sabiduría –y todos sus símbolos– hasta los sioux? ¿O deberemos, por el contrario, buscar nuestra respuesta en alguna teoría psicológica, como hicieron la mayor parte de los etnólogos más insignes del siglo XIX –como Bastian, Taylor y Frazer–, atribuyendo estas coincidencias transculturales «al efecto –como explicaba Frazer– de causas similares actuando del mismo modo, en diferentes países y bajo diferentes cielos, sobre un psiquismo humano similar»?[9] ¿Acaso tales imágenes aparecen en el psiquismo de manera natural? ¿Podríamos, acaso, decir que surgen espontáneamente en los sueños, visiones e imágenes mitológicas en cualquier lugar de la Tierra donde el ser humano se ha asentado?

¿O deberíamos, acaso, concluir, por el contrario, que puesto que los estilos mitológicos –al igual que los estilos arquitectónicos– cumplen funciones culturales históricamente condicionadas, la presencia de dos estilos similares denota un mismo tronco común? ¿Pueden los griegos y los sioux, en este sentido, haber recibido parte de su herencia mitológica de la misma fuente?

O, finalmente, ¿debemos obliterar los temas compartidos (al margen de que puedan recibir una explicación psicológica, histórica o religiosa) como indignos de la especulación científica puesto que, como sostiene actualmente un gran número de antropólogos, los mitos y los rituales cumplen tan solo con funciones del orden social local que carecen de todo significado fuera de su contexto y que, en consecuencia, no pueden ser abstraídos y comparados con otras líneas de desarrollo cultural? Porque, desde esta perspectiva, ese tipo de comparaciones –que tanto agradan a los diletantes y a los aficionados– carecen de todo sentido e interés para una inteligencia entrenada científicamente.

Pero observemos la cuestión más detenidamente con ojo ecuánime y tratemos de juzgar por nosotros mismos.

Alce Negro comenta su leyenda hablando de la fórmula cuatro veces siete, que proporciona los veintiocho pilares sobre los que se asienta el universo. El hecho de que las cifras cuatro y siete aparezcan con tanta frecuencia en la iconografía de Oriente y Occidente recaba todo nuestro interés. Uno de los veintiocho soportes está ubicado en el centro del gran tipi a modo de eje, la piedra angular del universo. Así pues, el número de postes que rodean al poste central es veintisiete, es decir, tres veces nueve o tres por tres por tres. ¿Cómo no pensar en las numerosas explicaciones dadas por psicólogos como C.G. Jung acerca del simbolismo del cuatro y el tres, o en las nueve jerarquías celestiales (tres veces tres) que circundan y celebran el sitial central de la Trinidad? Tres es el número del tiempo (pasado, presente y futuro) y cuatro el del espacio (este, sur, oeste y norte). El espacio (cuatro) y el tiempo (tres) constituyen el campo –el universo– en el que se manifiestan y desvanecen todas las formas fenoménicas. (También podríamos pensar en la verticalidad –superior, intermedio e inferior– más las cuatro direcciones, lo que arroja nuevamente la fórmula de tres más cuatro). El número cuatro se repite también en el «giro sagrado», la circunvalación en torno al centro siguiendo el sentido de las agujas del reloj, que se halla asociada no solo a las cuatro direcciones, sino también a las etapas de la vida del individuo, de modo que su simbolismo puede ser aplicado igualmente al microcosmos y al macrocosmos ya que ambos aspectos se hallan vinculados a través del número veintiocho al ciclo de muerte y resurrección de la luna, y representan, por tanto, un signo de la renovación cíclica.

Asimismo, como ya hemos mencionado, el búfalo tiene veintiocho costillas y está, por tanto, relacionado con la luna y, a través de ella, con la totalidad del universo. ¿Acaso el búfalo no regresa cada año, milagrosamente renovado, al igual que lo hace la luna? Nos recuerda, todo esto, al toro lunar del antiguo Oriente Próximo, el animal ligado a Osiris, Tammuz y, en la India, a Shiva. Los cuernos de la luna evocan a los del dios lunar Sin (que diera nombre, por cierto, a la montaña del Sinaí), constituyendo, de este modo, el símbolo de la montaña cósmica de cuya cima descendería Moisés, con el rostro resplandeciente con cuernos de luz, al igual que la luna, de modo que –nos dice el libro del Éxodo 34:29‐35– cuando se hallaba entre su pueblo debía cubrirse con un velo, como los reyes ancestrales que, muchos siglos antes de Moisés, habían sido adorados como encarnaciones del poder regenerador de la luna. Al pie del monte Sinaí, el sumo sacerdote Aarón dirigía un ritual dedicado al toro lunar, representado por la figura del becerro de oro, una figura que Moisés ordenó, sumamente enojado, que fuera entregada al fuego, reducida a pequeños trozos, mezclada con agua e ingerida por su pueblo en una especie de banquete ceremonial comunitario (Éxodo 32:1‐20). Y llama la atención que, solo después de ese sacrificio, Moisés ascendiera a la cima de la montaña (donde la diosa Tierra y el dios Cielo se unen en eterno connubio) y recibiera la misión de conservar la Ley y el anuncio de una Tierra Prometida, no para él mismo –puesto que ya se había convertido en objeto de sacrificio–, sino para el Pueblo Elegido.

La mitología de la crucifixión, por su parte, nos dice que Cristo resucitó a los tres días, algo que evoca el simbolismo de la luna que permanece durante tres días en la oscuridad más absoluta. La simbología del cordero pascual, el toro sacrifical y el búfalo cósmico fue perfectamente interpretada por el viejo chamán sioux Alce Negro, cuando dijo que el búfalo es el símbolo del Universo en su aspecto temporal y lunar, ya que muere y se renueva continuamente, pero también (debido a sus veintiocho costillas) del Gran Espíritu eterno cuyo centro –en torno al cual todo gira– se halla en todas partes.

Como señalaba Alce Negro, el jefe Cuerno Vacío se hallaba sentado al oeste de la tienda, el asiento de honor, cuando entró la hermosa mujer, porque, desde esa posición, veía directamente la puerta, ubicada al este, de donde procede la luz de la sabiduría que todo jefe debe poseer. Y la mujer, dirigiéndose hacia él, tomó el hatillo que llevaba a su espalda y se lo entregó con ambas manos.

–¡Toma esto –dijo– y cuídalo siempre! Es lela wakan [muy sagrado] y debes tratarlo como tal. No permitas que lo vea ningún hombre impuro porque contiene una pipa sagrada que, en los años venideros, os servirá para elevar vuestra voz a Wakan Tanka, vuestro Padre y Abuelo.

Entonces, la mujer sacó la pipa y una gran piedra redonda que puso en el suelo. Luego, sosteniendo la pipa con la embocadura vuelta hacia el cielo, agregó:

–Con esta pipa sagrada caminaréis sobre la Tierra, porque la Tierra es vuestra Abuela y Madre y es sagrada. Cada paso que deis sobre ella debe ser una plegaria. Su cazoleta, hecha de piedra roja, representa a la Tierra. Grabada en la piedra y mirando hacia el centro hay una cría de búfalo, que representa a todos los cuadrúpedos que viven sobre vuestra Madre. Su caña es de madera y simboliza a todo aquello que crece sobre la Tierra. Y las doce plumas que cuelgan donde la caña se inserta en la cazoleta son las plumas del águila manchada y representan al águila y a todas las cosas que habitan en el aire. Cuando fuméis de esta pipa, todas estas cosas y el universo entero estarán con vosotros y juntos elevaréis vuestra voz a Wakan Tanka, el Gran Espíritu, vuestro Abuelo y Padre. Cuando le recéis con esta pipa, no solo estaréis rezando por todas las cosas, sino también con ellas.[10]

Como subrayaba el sacerdote que la custodiaba, el uso apropiado de la pipa exige que se la identifique ceremonialmente tanto con el universo como con uno mismo. Del fuego ubicado en el centro de la tienda –el fuego que simboliza a Wakan Tanka– un ayudante toma una brasa sirviéndose de un palo ahorquillado y la coloca frente al Guardián de la Pipa. Este último, sosteniendo entonces la pipa con su mano izquierda, toma con la derecha un puñado de hierba sagrada y, elevándola cuatro veces, al cielo dice así:

–¡Oh, Abuelo, Wakan Tanka, en esta jornada sagrada, te entrego esta fragancia que llegará a lo más alto de los cielos. En esta hierba se halla la gran isla de la Tierra y dentro de ella está mi Abuela, mi Madre y todas las criaturas de cuatro patas, de dos patas o aladas que se mueven de forma sagrada [wakan]. La fragancia de esta hierba impregnará la totalidad del universo! ¡Oh, Wakan Tanka, apiádate de nosotros!

La cazoleta de la pipa es entonces sostenida sobre la hierba aromática ardiente de modo que el fragante humo penetra en ella, atraviesa la caña y sale por el otro lado elevándose hacia el cielo. Así, Wakan Tanka es el primero en fumar y, gracias a ese acto, la pipa queda completamente purificada.[11] Entonces se llena con tabaco que previamente ha sido ofrecido a las seis direcciones (oeste, norte, este, sur, cielo y tierra). «De este modo –explicaba el chamán–, todo el universo está en el interior de la pipa».[12] Finalmente, el hombre que se encarga de llenar la pipa debe identificarse con ella. Hay una plegaria que describe esa identificación y que dice así:

Esta gente posee una pipa

que han convertido en su cuerpo.

Oh, amigo mío, yo tengo una pipa

que he convertido en mi cuerpo.

Si tú también haces de ella tu cuerpo,

te librarás de todas las causas de la muerte.

Sostén la juntura de su cuello –dijeron ellos–,

ya que la he convertido en mi propio cuello.

Sostén la boca de la pipa,

ya que la he convertido en mi propia boca.

Sostén el lado derecho de la pipa

ya que lo he convertido en el costado derecho de mi cuerpo.

Sostén el lado izquierdo de la pipa

ya que lo he convertido en el costado izquierdo de mi cuerpo.

Sostén la caña vacía de la pipa

ya que la he convertido en el vacío de mi cuerpo...

Utiliza la pipa como ofrenda de tus súplicas

y tus plegarias serán respondidas puntualmente.[13]

Este juego, un juego sagrado de purificación de la pipa que engloba a la totalidad del Universo, un juego en el que alguien, plenamente identificado con la pipa, la enciende a modo de ofrenda simbólica, constituye un acto ceremonial semejante a los rituales representados en las ceremonias védicas brahmánicas, donde el altar y todos los utensilios sacrificales se identifican alegóricamente tanto con el universo como con el individuo que lleva a cabo el sacrificio.

«Quien habita en el fuego –nos dice la Maitri Upanishad, por ejemplo–, quien reside en la tierra y quien reside en el sol son uno solo».[14] Del mismo modo, en la Chandogya Upanishad podemos leer: «Ahora la luz resplandece más alta que el cielo, por encima de todas las cosas, por encima de todo, en los mundos más elevados, una luz superior a todas las cosas [...]. Esa es la misma luz que mora en el interior del individuo...».15

«Debemos reverenciar la mente como brahman y, del mismo modo, debemos reverenciarnos también a nosotros mismos. Y, en lo que concierne a los dioses, debemos reverenciar el espacio como si fuera el mismo brahman. Esta es la doble instrucción que se refiere tanto a uno mismo como a los dioses.

»Ese brahman posee cuatro cuadrantes. Uno es el habla, otro la respiración, otro el ojo y el último el oído. Y esto, que se aplica a uno mismo, también es aplicable a los dioses, ya que un cuadrante es el fuego, otro el viento, otro el sol y el último el cielo. Esta es la doble instrucción que se refiere tanto a uno mismo como a los dioses».[16]

Ahora bien, las plumas de la pipa sagrada son, como ya hemos dicho, las plumas del águila manchada, que es, en Norteamérica, el ave que vuela más alto y constituye, por tanto, el equivalente del sol. Sus plumas son los rayos solares y la docena de plumas que adornan la pipa constituye, exactamente, el número asociado al ciclo solar, a lo largo de los doce meses, y a los doce signos del zodiaco. Cierto verso de un canto sagrado de los sioux dice así: «El águila manchada viene para llevarme consigo».[17] ¿Acaso no evoca esta imagen el mito griego de Ganímedes, que fue transportado por Zeus, quien se le presentó en forma de águila? «Los pájaros –afirma C.G. Jung en una de sus disertaciones sobre el proceso de individuación– representan los pensamientos que vuelan en la mente [...]. El águila denota las alturas [...] y es un símbolo harto común en la alquimia. Hasta el lapis, el rebis [la piedra filosofal], está compuesto de dos partes y es, en consecuencia, hermafrodita y, al igual que la fusión entre el sol y la luna, suele ser representado como un ser alado, convirtiéndose también, de este modo, en un símbolo de la premonición y la intuición. En última instancia, todos estos símbolos describen el estado de cosas que denominamos Yo en su función de conciencia trascendente».[18]

Estas palabras concuerdan perfectamente con el papel que desempeña el águila manchada norteamericana en los ritos de las tribus indias y nos ofrece, asimismo, una explicación de la costumbre de ataviarse con plumas. Este es, en suma, el análogo a los rayos de oro de las coronas de los reyes europeos, los rayos del sol espiritual que el guerrero encarna con su propia vida. Además, como hemos señalado, la cantidad de plumas que adornan el tocado del guerrero es de veintiocho, un número asociado al ciclo de muerte y resurrección de la luna, de modo que, en este caso, el sol y la luna se funden nuevamente.

No hay la menor duda, pues, de que esta leyenda sioux contiene elementos que también podemos encontrar en las mitologías del Viejo Mundo (Europa, Asia y África). Los paralelismos, tanto en la imaginería como en el significado, son demasiado numerosos y evidentes como para considerarlos como fruto del mero azar. ¡Pero todavía no hemos terminado!

Porque cuando la mujer sagrada, mientras permanecía en pie ante el jefe Cuerno Vacío, le enseñó a utilizar la pipa, tocó su cazoleta con la piedra roja que había depositado en el suelo.

–Con esta pipa –dijo la mujer– permaneceréis unidos a vuestros parientes, a vuestro Abuelo y a vuestro Padre, a vuestra Abuela y a vuestra Madre.

El Gran Espíritu –explicaba Alce Negro– es nuestro Abuelo y nuestro Padre; la Tierra, nuestra Abuela y nuestra Madre. Como Padre y Madre, ellos son los hacedores de todas las cosas; como Abuelo y Abuela, sin embargo, se encuentran más allá de nuestra comprensión.[19] Esto nos sugiere los dos modos de considerar a Dios que Rudolf Otto, en La idea de lo santo, ha denominado lo «inefable» y lo «racional»,[20] las mismas modalidades que, como señala Joseph Epes Brown en su comentario al ritual de Alce Negro, son llamadas en la India nirguna y saguna brahman (el «Absoluto sin cualidades» y el «Absoluto con cualidades», aquello que está más allá de los nombres, las formas y las relaciones, y aquello que personificamos como «Dios», respectivamente).

–Esta piedra redonda –prosiguió la hermosa mujer– está hecha de la misma roca roja que la cazoleta de la pipa y también es un regalo del Padre Wakan Tanka. Ella es la Tierra, vuestra Abuela y Madre, y en ella vivís y os multiplicáis. La Tierra que se os ha dado es roja y la gente de dos piernas que habitan la Tierra son también rojos. Y el Gran Espíritu también os ha dado un día rojo y un sendero rojo.

«El “sendero rojo” –explica Joseph Brown–, aquel que va de norte a sur, es el camino bueno y directo porque, según los sioux, el norte representa la pureza y el sur, la fuente de la vida [...]. Por otra parte, hay un sendero “azul” o “negro”, que corre de este a oeste, y que los sioux asocian al error y la destrucción. Según Alce Negro, “los que transitan este sendero se hallan a merced de las distracciones, se ven desbordados por sus sentidos y solo piensan en sí mismos sin tener en cuenta a su pueblo”».[21] Este último fue el sendero que tomó el hombre al que se refiere el comienzo de la narración y que terminó devorado por las serpientes. Y también aquí, como ya hemos señalado, advertimos que la polaridad ética que atribuimos a la serpiente y al águila alegoriza la fusión entre las pasiones que nos atan a la tierra y el vuelo alado del espíritu.

–Los siete círculos grabados sobre la piedra roja –continuó la mujer– representan las siete ceremonias en las que debe de utilizarse la pipa... Muéstrate agradecido con estos dones y con tu propio pueblo porque ellos son wakan [sagrados]. Gracias a esta pipa, el pueblo de dos piernas florecerá y recibirá los mayores parabienes.

Así fue como la mujer explicó los ritos y luego se dispuso a partir.

–Ahora os dejo –concluyó– y no olvidéis que jamás dejaré de cuidar a vuestro pueblo. Pero recordad que en mí hay cuatro edades y que, en la última, regresaré.

Luego, la mujer giró en torno a la tienda, siguiendo la dirección del sol, y partió pero, recorrida cierta distancia, se volvió para mirar a la gente y se sentó. Cuando se levantó de nuevo, todos se quedaron sorprendidos porque su cuerpo se había convertido en una cría de búfalo de color rojo y marrón. El pequeño búfalo corrió una corta distancia, se acostó y rodó por el suelo, volvió a mirar a la gente y, cuando se levantó, se había convertido en un búfalo de color blanco. Este búfalo anduvo una corta distancia, rodó nuevamente por el suelo y, cuando se levantó, era de color negro. El búfalo negro siguió andando y, cuando ya se hallaba muy lejos de la gente, se giró, hizo una reverencia en cada una de las cuatro direcciones y desapareció tras una colina.[22]

De este modo, la mujer wakan representaba también el aspecto femenino del búfalo cósmico. Ella era la cría de búfalo rojo representada en la cazoleta de la pipa, pero también su madre, el búfalo blanco, y su abuela, el búfalo negro. Y ahora volvía a unirse a su correlato eterno, tras haber transmitido al ser humano los pensamientos sagrados y las cosas visibles mediante los que este podría conectar con su propia eternidad, una eternidad que alienta –aquí y ahora– en el interior de todas las cosas y de sí mismo, en este mundo vivo.

Referencias bibliográficas:

1. Brown, op. cit., pp. 3‐4 y 80.

2. Ibid., p. 4, nota 2.

3. Ovidio, Metamorphoses III, 143‐152.

4. Brown, op. cit., p. 5, nota 4.

5. Ibid., pp. x‐xii.

6. Véase George E. Hyde, Red Cloud’s Folk: A History of the Oglala Sioux (Nor‐

man, Oklahoma University of Oklahoma Press, 1937), p. 3.

7. Brown, op. cit., p. 108.

8. Liber XXIV philosophorum, Proposición II; Clemens Baumker, «Das pseudohermetische “Buch der vierundzwanzig Meister” (Liber XXIV philosophorum)», en Abhandlungen aus dem Gebiete der Philosophie und ihrer Geschichte. Ce‐ lebración del 70.o aniversario del nacimiento de Georg Freiherrn von Hertling (Freiburg im Breisgau: Herdersche Verlagshandlung, 1913), p. 31; también citado por Joseph Campbell, The Masks of God, vol. III, Occidental Mythology, p. 522, y vol. IV, Creative Mythology, pp. 31, 36 y 135. [Citado en Las máscaras de Dios, volumen 3, Mitología occidental. Madrid: Alianza Editorial, 1992, y en el volumen 4, Mitología creativa Madrid: Alianza Editorial, 1992].

James G. Frazer, The Golden Bough, edición de un solo volumen (Nueva York y Londres: The Macmillan Company, 1922), p. 386. [Hay traducción castellana con el título La rama dorada, México: F.C.E., 1944].

9. Brown, op. cit., pp. 3‐7.

10. Ibid., p. 23.

11. Ibid., p. 25.

12. Francis La Flesche, War Ceremony and Peace Ceremony of the Osage Indians, Bulletin n.o 101, Bureau of American Ethnology (Washington, D.C., 1939), pp. 62‐63; citado por Brown, op. cit., p. 21.

13. Maitri Upanishad 7.7, en Hume, op. cit., p. 454.

14. Chandogya Upanishad 3.13.7, en Hume, op. cit., p. 209.

15. Ibid., 3.18. 1‐2, en Hume, op. cit., pp 213‐214.

16. Brown, op. cit., p. 6, nota 9.

17. C.G. Jung, The Integration of the Personality (Nueva York y Toronto: Farrar &

18. Reinhart, 1939), p. 189.

19. Brown, op. cit., pp. 5‐6, notas 6 y 7.

20. Rudolf Otto, The Idea of the Holy (Londres: Oxford University Press, 3.a edición, corregida y aumentada, 1925), pp. 1‐4. [Hay traducción castellana con el título La idea de lo santo. Madrid: Alianza Editorial, 1985].

21. Brown, op. cit., p. 7, nota 20.

22. Ibid., pp. 7‐9.

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